El discípulo inició su camino, en solitario, en el momento en que comenzaba sobre el planeta un eclipse he sol.
No llevaba ni oro ni armas, tampoco una su lado el maestro para acompañarle a través del maya, pero recordaba la voz:
EL DISCÍPULO COMO EL MAESTRO, ESTÁN FUERA DE TODO ORDEN, POR ENCIMA DE TODA LEY.
Por el camino algunos de los que le observaban te llamaban loco: los hechiceros y los perros intentaron hacerle variar de dirección para que cayera en un precipicio sin retorno.
Su tiempo se media por las lunas y su acción debía guiarse solamente por la dirección y la luz del sol.
En una mano llevaba el símbolo de la orden en que había sido iniciado: una rosa de color blanco.
Sobre los hombros apoyaba una vara con doble equipaje defendido por su mano izquierda: en el equipaje de atrás guardaba los signos y las claves para no detenerse ni errar en el camino, en el equipaje delantero acumulaba la sabiduría.
Sobre la cabeza del loco podía verse este símbolo: un círculo y una cruz en el centro, el signo del planeta donde debía conquistar la vieja serpiente.
El Loco no era el Loco, era el discípulo puesto en camino, llamado loco por quienes no habían tenido el valor de emprender la búsqueda alquímica del conocimiento.
A una Determinada altura del camino, el discípulo ya no fue llamado loco por las turbas.
Los prodigios que hacia, le merecieron el apodo de "mago".
Pero en realidad, seguía siendo discípulo: un aprendiz que había comenzado a practicar y obrar con sus conocimientos a través de la materia que le proporcionaban los cuatro elementos.
Cuando se presentaba a la gente, lo hacía como un hombre libre con el signo infinito sobre su cabeza: en su mano derecha la vara de poder y con su mano izquierda encaminando la fuerza que venía de lo alto hacia los materiales, sobre los que obrar el cambio.
Los materiales, los cuatro elementos con que había comenzado a trabajar, estaban simbolizados adelante de él sobre la piedra cúbica defendida por el ibis sagrado: el pentáculo dorado extraido de la tierra, la copa rebosante de agua primitiva, el fuego inextinguible brotando del ánfora, la espada curva delimitando el aire y las heridas.
La mayor parte de sus semejantes no comprendían ni los símbolos ni el lenguaje, otros tenían miedo en su presencia por la forma en que manejaba y dominaba los materiales, por eso le llamaron mago, dios, profeta, en adelante. Pero en verdad, era un discípulo que todavía llevaba ceñida a la cintura la serpiente que se muerde la cola y estaba aprendiendo a experimentar con la materia aunque defendido por la fuerza constante de Mercurío.
El mago era el aprendiz alquimista buscando a través de sí mismo y la materia la sabiduría y el don de la obra.
El discípulo sabía, que antes de llegar a ser maestro, debía vencer las siete tentaciones y que serían sutiles como los mas secretos deseos y podrían disfrazarse incluso de aparentes formas de dominio del mundo de la materia .
Su primera tentación fue la sacerdotisa. Al discípulo se le apareció cubierta de un velo negro y su primer deseo fue conquistarla y levantar el velo para entrar en su mirada, porque en ella averiguaba la matriz virgen de todas las cosas y el himen puro de la sabiduría que andaba buscando.
Cuando dio el primer paso para conseguir su objetivo, advirtió que la sacerdotisa llevaba sobre su cabeza tu tiara de triple círculo, símbolo de la trinidad superior conquistada, que defendían su vuelo los signos zodiacales de Virgo y la Luna que llevaba escrita en sus manos la ley cósmica de causa y efecto y que en su pecho estaba grabado el símbolo de la unión fecunda del arriba y el abajo.
Parado, el discípulo contempló largamente a la sacerdotisa vestida de blanco, oculto su brazo derecho por un manto azul, defendida por las columnas de los dos principios que determinaban toda polaridad y todo movimiento dejando ver en su mano izquierda la ley escrita y en su pecho el símbolo de Mercurio entregado a todos los que pretendían la iniciación.
Entonces el discípulo retrocedió hasta el atrio sin dar la espalda y comprendió que había vencido la primera tentación.
Atravesando la gran ciudad el discípulo llegó a las puertas de un palacio y fue invitado a entrar.
En medio de la gran avenida que recorría los jardines, se encontró con una mujer sentada en actitud hierática sobre una piedra que llevaba dibujados cinco ojos, en los ángulos y el centro de la cara visible.
Al contrario que la sacerdotisa la mujer no llevaba los ojos vendados y dejaba sus pechos núbiles al descubierto pero no se volvió para mirarle ni varió su actitud contemplativa.
Apoyaba sus pies sobre una luna en cuarto creciente, su mano derecha sostenía el cetro terminado en un círculo expresión de su poder ilimitado y su rango, en el dedo índice de su mano izquierda se posaba el aguila protectora de los procesos alquimicos.
La mujer revelaba el estado de fecundidad incipiente, adornaba su cuello un aro con siete piedras preciosas y coronaban su cabeza doce estrellas.
En su frente se erguía la serpiente de la sabiduría. Atravesaba los jardines un gran río de agua primitiva que operaba la transmutación de los campos y los animales.
La carne débil del discípulo se conmovió ante la presencia de la emperatriz y cruzó su mente, como una idea divina, que tal vez fuese su alma gemela que andaba buscando.
En ese instante apareció el símbolo de Marte sobre la emperatriz y el discípulo supo que no debía moverse en ninguna dirección sino sentir y esperar hasta ser conducido dentro o fuera por sus guias invisibles.
Al cumplirse el signo de Aries, el discípulo fue conducido a la presencia del emperador. Encontró al emperador con la mirada fija en el infinito en la misma actitud hierática que la emperatriz. El discípulo se detuvo y lo miró en silencio .
El emperador estaba sentado sobre una piedra cúbica y en la cara visible podía verse un animal con cabeza de gato y cuerpo de pantera, guardián del secreto del templo.
En su mano izquierda sostenía una cobra erguida y sobre ella un círculo símbolos del poder conquistado y ejercido. Eran sus atributos dominar y transmutar los cuatro elementos y poseía en sus manos la vida y la muerte de sus semejantes.
El emperador llevaba un anillo con un rubí tallado en forma de pirámide triangular y el mismo símbolo bordado en oro en el cinturón que ceñía su vestido.
El discípulo comprendió que ya habían sido reunidos por el emperador el cuatro y el tres y por tanto había descendido con el derecho de poseer el planeta y ejercer la justicia.
Entonces sobre la cabeza del emperador se dibujó el signo de Escorpión y en su pecho con las alas desplegadas se dejó entrever, sobre un disco dorado, el águila que indicaba la constelación de origen y su pierna derecha formó sobre la izquierda el ángulo de 90 grados.
De este modo el discípulo averiguó que el emperador era el príncipe alquimista por cuyas venas corría también sangre roja, el germen venido de las estrellas. No medió palabra alguna entre ellos pero el discípulo sintió que debía seguir su camino. Lo hizo y en ese momento supo que su búsqueda había entrado en el tiempo número cinco.
Antes de abandonar la ciudad el discípulo pasó nuevamente por las puertas del templo. Un grupo de jóvenes se preparaba para cruzar el umbral y entrar en el atrio de la iniciación. Era una escena que ya Había vivido.
El Gran Hierofante había sido conducido hasta el tercer escalón del atrio bajo un dosel de columnas doradas rematado por el sol alado. Bajo el sol se dibujaba un friso con los siete sellos de los siete guías alquímicos correspondientes a las siete razas y las siete generaciones.
El Gran Hierofante adornaba su cabeza con la cobra de la sabiduría, iba revestido de un manto rojo y una túnica dorada, sus pies se apoyaban en el suelo señalando a Occidente y dos jóvenes coronados con el símbolo del primer grado de la iniciación pedían ser introducidos en los misterios de Isis.
El Gran Hierofante mostró a los aspirantes los siete sellos, luego empuño la triple cruz con su mano izquierda, símbolo del control y armonía de los tres cuerpos y los tres mundos manifestados del Cosmos: la materia el alma, el espíritu, el cuerpo físico, el cuerpo astral, el cuerpo mental.
Finalmente el Gran Hierofante elevó su mano derecha y juntando el pulgar, índice y medio, flexionó el anular y el meñique y bendijo a cada uno según sus deseos. Pero no les entregó las llaves del gran secreto todavía y permanecieron cruzadas a sus píes esperando que sobrepasaran el umbral.
Sobre la cabeza del guía alquímico se dibujaron los signos de Aries y las planetas Júpiter y Marte. Había pasaba otro tiempo y el discípulo entró de este modo en el signo de Tauro.
En el día quinto, el discípulo, había acumulado suficiente sabiduría para discernir entre las distintas formas de poder y ejercerlo ante la admiración de sus semejantes. Ya conocía el árbol de la vida y había probado sus frutos, también sabía distinguir entre los demás árboles el del conocimiento y había olido sus doce flores. Era el tiempo en que había sentido la presencia de la serpiente antigua enroscada en el tronco del árbol de la vida y tanto le había costado vencer.
En lo alto brillaba el sol que todo lo fecunda, lo miró y fue deslumbrado. En la visión pudo distinguir al mismo tiempo la luna avanzando.
En el mismo camino frente a sí, distinguió un hombre joven ataviado con los atributos de un príncipe. Al caer la tarde, le salieron al encuentro dos princesas bellamente engalanadas. A su lado derecho, se colocó la mujer vestida de blanco con una sobretoga azul y coronada por la cobra de la sabiduría. A su lado izquierdo, se situó la mujer vestida de negro que se ataviaba con un collar de oro y dejaba al descubierto sus senos y también coronaba su cabeza la cobra de la sabiduría. Cada una de ellas se separó más adelante y tomó un camino divergente. Sobre el príncipe estaba el disco solar de 29 rayos, 14 menores y 14 mayores más uno y en su centro se dibujó Lucifer disparando un arco en dirección a su cabeza.
Entonces el discípulo supo que el príncipe era él mismo y que debía elegir entre dos caminos. Paró sus sensaciones hasta la caída del sol y cuando vio dibujarse en el cielo los signos de Venus y Tauro supo que debía elegir según la ley, armonizando las dos serpientes y evitando el punto sin retorno en el camino del conocimiento.
Cuando el discípulo hubo elegido el camino sintió temblar la tierra bajo sus pies. A su espalda apareció un carro de base cuadrada tirado por dos esfinges: negra la del pescante derecho, blanca la del pescante izquierdo. El carro iba protegido por un dosel que sostenían cuatro columnas. En el pescante aparecía el sol alado y sobre el dosel el circulo con un punto.
Cuando el carro llegó su altura envuelto en un torbellino, una voz potente venida de lo alto resonó con fuerza en sus entrañas y dijo: "Salta al pescante, toma las riendas y cambia tus vestidos."
El discípulo, que había hecho un largo esfuerzo, obedeció instintivamente la indicación, cambió sus vestidos y tomó las riendas. En ese momento vio dibujarse sobre él signo de la tau rematado hacia arriba por una flecha. La voz le impulsó desde su interior: "Toma en tu mano izquierda tus atributos: el cubo, la esfera, la pirámide. No detengas el carro y acelera la búsqueda de la sabiduría, utilizando las fuerzas que te han sido dadas. La luna te es propicia y el sol alado está entrando en la constelación de las grandes transmutaciones. Sobre tu frente está ya la cobra de la sabiduría y en tu pecho la tau soporta las dos escuadras."
El discípulo agradeció a sus guías la ayuda y aceleró el ritmo aprovechando la fuerza de las dos esfinges equilibrando con las riendas que sostenía en su mano derecha el tiro de cada una. Mientras guiaba el carro, que le había sido dado generosamente, anheló el momento en que el arriba y el abajo se unirían, el momento en que la obra concluida vendría a sus manos y el masculino y el femenino se manifestarían patentemente a sus ojos como una unidad invisible y fecunda.
Conduciendo su propio carro, el discípulo, revestido de los atributos de un príncipe, tuvo una última aparición.
Una princesa ataviada con túnica bordada en oro, abría sin aparente esfuerzo con sus manos las fauces be un león.
La princesa llevaba sobre su frente la cobra de la sabiduría, sobre su cabeza un ánfora con el líquido transmutado que había conseguido y encima el águila con las alas plegadas.
El discípulo pensó: "Es la diosa de la transmutación, puedo hacerla mía esta noche y apropiarme su secreto." Pero debía conseguirlo sin detener el carro ni utilizar su apariencia de príncipe.
La visión no le siguió y entonces, supo que acababa de vencer la última tentación que le hubiera costado la obra entera e Interrumpido su camino.
La misma voz le hablo en su interior: "Al amanecer estarás preparado para emprender otra viaje, cambiarás tus vestiduras y dejarás todos los vehículos que has utilizado porque ya no los necesitas al amanecer el águila y el león se pondrán a tu lado y defenderán tu obra para el resto de los días en este planeta, en el ánfora de tu interior brota el agua primitiva que nunca se agota y las dos serpientes se han unido en tu árbol. Vete en paz."
Había transcurrido otro tiempo, el último tiempo. Ya no era el discípulo que había sido acompañado hasta el arranque del camino. Otros estaban llamando a las puertas del Gran Templo y él debía emprender el camino de regreso y devolver en justicia lo que en justicia había recibido. En ese instante, sobre el cielo, se dibujaron los signos de Marte y Neptuno.
Al levantarse el sol en el horizonte, el príncipe, disfrazado de ermitaño, se puso en pie y partió hacia donde sentía la llamada de una nueva generación de aspirantes al conocimiento.
Su vestido era una túnica blanca de lino y se protegía con un amplío manto gris de forro azulado. En su mano derecha empuñaba el bastón de su poder: una vara en forma de tau y dos serpientes enroscadas de abajo arriba, la una negra y la otra dorada. Con su mano izquierda protegía y llevaba la lámpara encendida de siete rayos que lucía día y noche sin consumirse. Era la luz que ningún viento podía apagar y ningún salteador arrebatar porque formaba parte de la herencia del conocimiento y estaba destinada a guiar a quienes habían invocado su nombre.
El príncipe, el iniciado, disfrazado de ermitaño, analizaba el camino de regreso y veía cuan diferente era a su partida de la patria de origen. La iniciación y tu sabiduría te habían convertido en un hombre sin patria y las gentes a su paso no le llamaban ni loco, ni mago, ni profeta. Sólo se fijaban en su humilde aspecto, quienes llevaban el signo del sol en la frente y le habían pedido ayuda en silencio interior.
Ahora, de regreso, alcanzado el secreto de la obra alquímica, devolvía a los hermanos lo que a su vez había recibido, cumpliendo en justicia la vieja ley del conocimiento: el encuentro es para el amor, el amor para la fuerza, la fuera para la obra, la obra para los hermanos.
Su acción tenía lugar bajo la influencia de Júpiter y Urano, entre Leo y Acuario.
La aparición del príncipe disfrazado de ermitaño por el planeta, marcaba en realidad un nuevo tiempo, otro giro de la rueda de doce radios.
En este nuevo giro quedaría al descubierto lo que había estado oculto y sepultado todo cuanto había estado patente, la vida se manifestaría en un espectro de colores, hasta entonces, desconocidos.
Esta fue la primera visión que el anciano ermitaño comunicó a todos cuantos solicitaban el conocimiento:
Una rueda de doce radios se movía lentamente apoyada en un eje vertical atacado en su base por las dos serpientes que habían sido reunidas y dominadas armónicamente por los maestros y debían serlo por los iniciados que ahora cruzaban el umbral.
El movimiento de la rueda estaba determinado y controlado por la gran Esfinge alada con cara de mujer, alas de águila, cuerpo delantero de león, cuerpo trasero de toro.
El movimiento de la rueda se realizaba bajo los cuatro puntos fijos del zodíaco: Acuario, Escorpión, Tauro y Leo.
Sobre la rueda obraban alquímicamente Mercurio y Urano y en la aceleración o deceleración de la rueda influían, por su lado derecho, una figura de hombre con cabeza de chacal conduciendo los elementos de los planos astrales a la materia y un hipopótamo con cabeza de cocodrilo alado, por la izquierda intentando cambiar el giro de la rueda.
Estos eran las primeros signos que por todo aprendiz debían ser interpretados.
La segunda visión que el ermitaño comunicó a los que habían solicitado el conocimiento, fue la de la justicia.
Ante los ojos de los aspirantes, apareció una princesa ataviada con vestidos de oro, coronada por la cobra de la sabiduría con los ojos vendados, sentada sobre un trono cúbico, elevado sobre tres escalones cuadrangulares, con una espada curva en su mano derecha y una balanza en su mano izquierda.
La princesa estaba de perfil, preparada para presidir el juicio de cada uno de los que habían solicitado la iniciación, y aplicar la ley del karma que les conduciría a la muerte alquímica o les haría regresar al mundo general del maya.
Detrás de la princesa obraban como testigos los cuatro guardianes alquímicos de los cuatro elementos: de pie sobre el tercer escalón un león, sobre el león la esfinge con cuerpo de toro, detrás de la esfinge un ángel alado y sobre el ángel una tortuga en posición de vuelo.
En presencia de la princesa, se inició el juicio de los que habían solicitado ser admitidos en el atrio del templo. El juicio se llevaba a cabo, colocando en una de los platillos de la balanza una pluma y en el otro el corazón del aspirante. Sí el corazón pesaba que la pluma y desequilibraba la balanza, entonces, el chacal con cuerpo de hombre lo conducía de regreso al mundo del maya y lo dejaba sujeto a la ley común. Si por el contrario, el corazón era tan ligero de peso como una pluma, el aspirante era conducido al atrio y admitido en la iniciación.
El juicio y la aplicación de la ley del karma para los aspirantes, tenía lugar en vida, se celebraba bajo la influencia de Venus y entre los signos de Cáncer y Capricornio.
El anciano transmitió luego a los que habían entraba en el atrio, una visión en la que ellos mismos serían espectadores y protagonistas.
"Esta visión, les dijo no es una visión, es la imagen real de lo que os sucederá a todos los que habéis cruzado el umbral del templo y habéis superado el juicio y aceptado la Ley Cósmica que se aplica con anticipación a todos cuantos un día recibirán el conocimiento."
Después les dejó ver un hombre suspendido en un travesaño colocado sobre dos troncos de árbol a los que previamente se les habían talado sus seis ramas.
El hombre joven estaba suspendido con una cuerda por su pie izquierdo y cruzaba sobre su pierna izquierda la derecha formando un ángulo de noventa grados. Tenía enlazadas sus dos manos por encima de la cabeza y dejaba caer al suelo monedas de oro transmutado.
El hombre estaba solo, ante su propio destino, ajeno a la tierra y al cielo, sometido voluntariamente al holocausto que previamente había aceptado y nadie podía acercarse a él ni arrebatar las monedas durante tres días y tres noches consecutivas.
La posición del hombre impulsaba hacia abajo lo que había estado arriba y hacia arriba lo que había estado abajo. En su desdoblamiento provocado el hombre podía ponerse en contacto con su raza y su patria de origen sin abandonar definitivamente la materia, unido a ella por el frágil lazo que le había ocultado hasta entonces la serpiente.
El holocausto debía celebrarse bajo el signo de Libra y estando la Luna en cuarto menguante.
El hombre sabio salió para ver atardecer sobre los campos. Se detuvo frente a la mies y comprendió que las espigas estaban maduras.
Entonces hizo que los neófitos le acompañaran hasta el extremo de los sembrados.
El espectro de la muerte había comenzado la siega blandiendo la guadaña de izquierda a derecha, rítmicamente, y de los sembrados se levantaba en oleadas el miedo a de la mies que faltaba por segar, pero las espigas que yacían en tierra ya nada temían porque se habían liberado y esperaban su preparación para una nueva sementera.
Entonces, el hombre sabio se volvió a los que habían iniciado el aprendizaje del conocimiento y les dijo: ¿Conocéis acaso el destino del grano de trigo? Si la espiga no se siega, sí el grano de trigo no es separado de la paja, entonces no puede ser depositado nuevamente en el surco y renacer en una espiga según la ley. Quién pide el conocimiento lleva escrita en su carne la ley: primero morir, luego renacer. El orden inviolable para quien solicita el acceso al gran secreto es desear y conseguir primero ser justo, luego ser bueno y luego sabio.
"Cuando entréis en el signo de Aries y el planeta Marte haga sentir sobre vosotros la fuerza de su fuego, sabed que está próximo para vosotros el momento de la transmutación, el de vuestra muerte alquímica. Dominad en ese momento el miedo porque sobre vuestras cabezas no está solamente la guadaña, sino el arco iris de siete colores como prueba del pacto del arriba y el abajo y un nuevo Sol que hará renacer virgen de la materia opaca, el cuerpo sutil de vuestros deseos purificabas según la ley.
Cuando el Anciano maestro sintió que todos los aspirantes al conocimiento habían asimilado el contenido y el amor a la muerte, los transportó mentalmente a otro paraje.
En medio de un campo florecido, apareció un ángel alado y plegó las alas en forma de ángulo recto y se puso a caminar de norte a sur. Sobre su cabeza brillaba la llama de todas las transmutaciones alquímicas y en ella residía el espíritu del agua primitiva. El ángel llevaba el precioso líquido en un ánfora de oro que sostenía en su mano izquierda y se puso a verterla en un ánfora de plata que llevaba en su mano derecha.
Al caminar, el ángel desplegó unas pequeñas alas que llevaba en los talones y a su espalda apareció el signo de Mercurio, protagonista y guardián de todos los trabajos alquímicos y sobre él, el Sol en posición fecundadora y el signo de Escorpión a la derecha propiciando la manipulación de los materiales.
Luego el ángel desapareció de la imagen y llenó la escena el número catorce que expresaba todas las fases lunares necesarias para que el velo de Isis fuera levantado. Gradualmente el catorce se fue convirtiendo en un cinco. En ese instante la visión se esfumó y los aspirantes fueran sumidos en un gran sueño: el liquido que vertía el ángel con su copa de oro en la copa de plata había rebosado y se había convertido al caer en tierra en un gran río y todos los aspirantes habían caminado hasta sus orillas y habían comenzado a sumergirse en él para ser purificados y no tener en el futura necesidad de otra agua.
Sin salir del sueño, a medida que los aspirantes iban bebiendo el agua y ganaban la otra orilla del río, asistían a la transformación del que, hasta entonces, se les había presentado como príncipe iniciado, ermitaño y guía, en diablo y lucifer.
El diablo y lucifer era el guardián del secreto y tenía forma de monstruo enorme con patas de macho cabrío, vientre be hipopótamo, pechos de mujer y manos de hombre alas de murciélago y cabeza de cocodrilo.
En su mano izquierda blandía una tea encendida y a su espalda y bajo sus pies, podían verse humeantes los restos de un templo que acababa de incendiar.
En su mano derecha sostenía un cetro cuya vara era una doble tau terminada en uve y entre los lados de la uve un circulo: atributos exclusivos de los príncipes que tenían el poder del conocimiento.
Encadenadas a una de las piedras del templo destruido, aparecían dos figuras humanas: una con cuerpo de hombre y cabeza de macho cabrío, otra con cuerpo de mujer y cabeza de macho cabrío. Las dos estaban semidesnudas y postradas de rodillas a los pies del monstruo.
Y el monstruo tenía sobre su cabeza la llama del espíritu alquímico y sobre él se dibujó el signo de Sagitario.
En ese preciso instante, los aspirantes comprendieron que el propio guía podía convertirse en tentador, porque era a la vez el guardián del gran secreto y a nadie permitiría acceder a él antes del tiempo.
El anciano volvió a tomar la forma física habitual, condujo a las discípulos fuera del sueño y les sugirió una nueva visión. En ella podrían ver las acontecimientos que habían sucedido y los que iban a suceder muy pronto.
Sobre un cielo de bronce se destacó la silueta de una gran pirámide que coronaba un gran templo. En el cielo brilló un rayo que hizo blanco en la piedra angular de la pirámide. La piedra angular saltó como impulsada por un resorte mecánico y rodó hacia el vacío causando enormes daños en las zonas bajas del templo.
Con la caída de la piedra angular salieron despedidos y cayeron también, el constructor que se había adueñado del gran secreto y el gran sacerdote que había usurpado los poderes al príncipe supremo del pueblo.
En la caída el sacerdote rey perdió la corona también el cetro de mano y la espada. El constructor, en cambio, perdió el compás, la escuadra y el rollo de papiro en que estaban escritos las números clave del gran secreto.
La destrucción de la gran pirámide, que coronaba el templo, no continuó. A los ojos de los aspirantes se iluminó la puerta inferior de entrada que daba acceso a la cripta de las grandes iniciaciones. Sobre el dintel apareció entonces el signo de Marte y a los lados, obrando, los planetas Saturno y Júpiter, propiciadores del cambio.
En la cripta, ajenos a los acontecimientos exteriores grupos de iniciados en distinto nivel, continuaban estudiando la ley y buscando la sabiduría. Ellos sabían que cuando todo hubiera acabado, deberían salir al exterior y poner la piedra angular en la cúspide de la pirámide de nuevo.
Desde que el maestro proyectó sobre sus discípulos la visión del ángel, vertiendo el agua primitiva de un ánfora en otra, habían pasado tres días completos, el tiempo exacto para permitirles ver la imagen complementaría.
Arrodillada, con un pie en tierra y otro en el mar, apareció una doncella desnuda, de perfil, que portaba las mismas ánforas de oro y plata que había utilizado el ángel.
La doncella vertía el contenido del ánfora de oro sobre la tierra y el del ánfora de plata sobre el mar. De este modo el espíritu de la vida fecundado alquímicamente en su interior, se expandía y fecundaba a su vez las dos matrices de toba cosa en el planeta renovado.
Sobre la cabeza de la doncella, apareció una estrella de ocho puntas y en su interior dos triángulos unidos por la base, dorado y luminoso el superior, negro y opaco el inferior. De este modo, el de abajo era elevado por el de arriba, y la materia elevada hacia el espíritu de la luz.
Al lado derecho de la doncella, sobre el horizonte celeste, se iluminaron las siete Pléyades y por el lado izquierdo, emergiendo del mar, brotó un tallo de loto con tres flores y sobre la flor principal se posó una mariposa con las alas desplegadas.
A ambos lados de la estrella mayor aparecieron los signos de Géminis y el planeta Mercurio. Eran las señales indicadoras de que una nueva generación estaba siendo germinada y brotaría en breve sobre el planeta.
Cuando la doncella terminó de verter su líquido en el mar y en la tierra, sobre el planeta se hizo el crepúsculo.
Entonces, el espíritu alquímico que había derramado, fecundó el óvulo y comenzó la germinación.
En el cielo apareció una luna nueva coincidiendo con el solsticio de verano y solamente iluminó una de las dos pirámides que se silueteaban en la noche, la que estaba al lado derecho.
A la luz del crepúsculo y sobre el cielo, pudo verse dibujado con caracteres de fuego el signo de Cáncer y sobre el dintel de la puerta que daba acceso a la cripta de las iniciaciones en la pirámide iluminada, aparecieron los signos de Acuario y Venus.
Procedente del interior de la tierra en dirección a las pirámides, iluminado por la luna directamente un escorpión hacía su camino.
Dos perros sentados, con cabeza de chacal, montaban guardia al lado de las pirámides.
El de la pirámide iluminada era negro y blanco el de la pirámide negra. Cada uno conducía el proceso alquímico de la pirámide respectiva y guiaba los cuerpos sutiles hacia su propio destino: la muerte el de la pirámide negra, el renacimiento el de la pirámide iluminada.
El proceso debía terminarse antes de que el sol iluminara la piedra angular del gran templo en la ciudad dorada En ese preciso instante la luna terminaría su recorrido y la cripta debería ser abierta y revelar su secreto.
Al día siguiente alumbró un sol poderoso sobre las cabezas de los iniciados y tenía veintinueve rayos, catorce mayores y catorce menores más un rayo que unía cielo y tierra.
En el símbolo del sol se manifestaba también la clave de la procreación. En la tierra florecieron en forma circular 21 flores blancas y dos príncipes, hombre y mujer, entraron dentro del círculo tomados por la mano.
El príncipe iba vestido con túnica blanca y bordada en el pecho con hilo de oro un águila con alas desplegadas. La princesa iba ataviada con túnica azul y a la altura del pecho, bordada en oro, la cruz ansada.
Bajo la influencia del Sol y de Júpiter y obrando astrológicamente Piscis y Leo, el Sol hizo germinar y alumbrar los campos. Los dos príncipes entraron en comunión y en sus mentes se hizo la luz, alimentada por las dos serpientes armónicamente reunidas.
Era un día nuevo, el primer día de la nueva raza sobre la tierra del nuevo reino.
Era el día preanunciado y profetizado desde milenios para el que habían sido guiados, iniciados y celosamente guardados los portadores de la semilla y sus receptáculos, por fin unidos en el círculo alquímico, alumbrado en las mismas coordenadas de tiempo y espacio, según estaba escrito.
Una de las últimas lecciones y visiones que el anciano maestro hizo aprender y guardar celosamente en el secreto de su corazón a los discípulos fue la del juicio y el retorno a la materia.
En la cumbre del universo, desde los altos cielos, un ángel hizo sonar su trompeta de oro y se oyó en los cuatro ángulos del mundo que había sido juzgado.
El ángel se cubría el cuerpo con alas de oro y llevaba una llama encendida sobre su cabeza.
En el lugar de las tumbas sagradas un sarcófago se iluminó y tres momias - un varón, una mujer y un niño - se levantaron, despertando de su sueño al toque de la trompeta y regresaron a la materia y a la experiencia del mundo de los vivos.
El sarcófago tenía en el lateral visible siete columnas de inscripciones, cada una de ellas correspondientes a las siete generaciones a las siete razas del planeta.
En la columna número cuatro, aparecía el escarabajo dorado, símbolo de la iniciación y la reencarnación un sol alado, el sol naciente, cubría con sus alas las siete columnas.
En el lateral izquierdo de la tumba, montaba guardia un anubis con cabeza de chacal, testigo de todo juicio y todo viaje de retorno desde el mundo de las sombras al mundo del maya. Presidiendo la acción obraba el signo de Saturno regidor del karma y la ley evolutiva a través de todas las mutaciones y ascensiones propiciadas por la Luna.
En la última visión, el anciano se puso al frente de los que habían pedido la iniciación. Primero tomo el aspecto de un ermitaño, luego se transmutó en hierofante, luego en mago y, finalmente tomó la forma de un discípulo, ataviado como ellos mismos.
Les dijo en un idioma sin palabras: "Esta será la última visión antes de mí partida, espero que comprendáis cuánto debéis hacer porque en adelante seréis dispersados y quedaréis solos en el camino a merced de vuestra sabiduría, vuestra fuerza y los cuatro elementos."
Apareció en los cielos una corona de doce rosas con tres capullos cada una. Nuevamente las flores hacían renacer la rueda de la fortuna y se iniciaba un nuevo giro presidido por los cuatro elementos: tierra, fuego, agua y aire. Y los cuatro elementos estaban protegidos según la ley, respectivamente por un ángel en el signo de Acuario, por un águila en el signo de Escorpión, por un toro en el signo de Tauro, por un león en el signo de Leo.
En medio de la corona de flores, una paloma con alas desplegadas remontó el vuelo verticalmente. Era la paloma de Noé que anunciaba una nueva era.
Completó luego la escena una mujer de rodillas tocando una lira de tres cuerdas. El armazón de la lira se apoyaba en una cabeza tallada en forma de esfinge. La cobra de la sabiduría soportaba los símbolos fundamentales de los dos cuerpos. En los cielos se iluminó el signo del Sol universal fecundado y los discípulos fueron enviados a los cuatro ángulos del nuevo mundo para obrar y repartir lo que habían recibido entre los nuevos herederos de la Tierra Prometida.
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